En una pequeña isla del Atlántico, que parecía olvidada por el tiempo, vivía John el que Camina, el guardián del faro y el mejor cuenta cuentos que jamás haya conocido ese rincón perdido del mundo. Nadie sabía exactamente cuántos años llevaba allí, cuidando de la luz que guiaba a los barcos en las noches de tormenta, pero todos en la isla, desde los más viejos hasta los niños más pequeños, conocían su nombre y sus historias.
John era un hombre alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas que parecían contar su propia historia. Siempre vestía con una chaqueta de lana raída y un gorro que nunca se quitaba, aunque el sol quemara con fuerza. Pero lo que más lo distinguía era su caminar. Lento, firme, siempre medido, como si cada paso fuera parte de un ritual. De ahí venía su apodo: John el que Camina. Algunos decían que, desde el momento en que había llegado a la isla, jamás se le había visto correr o apurarse, ni siquiera cuando las tormentas azotaban con furia.
El faro era su hogar, una torre solitaria en el acantilado más alto de la isla, vigilando el mar incansablemente. Cada noche, sin falta, John subía la larga escalera en espiral para encender la luz, y luego bajaba, como si la subida y bajada fuesen parte de su propio respiro. Pero lo que hacía especial a John no era solo su labor como guardián del faro, sino las historias que contaba.
Desde que llegó, nadie recordaba cómo ni cuándo exactamente, las noches en la isla cambiaron. Todos los viernes, los habitantes de la pequeña comunidad se reunían alrededor del faro, y John, sentado en una vieja silla de madera que parecía tan antigua como él, comenzaba a narrar. Su voz era grave, pausada, y cuando hablaba, incluso el mar parecía calmarse para escucharlo mejor.
Sus historias eran mágicas. Algunas trataban de navegantes perdidos que habían visto criaturas del mar imposibles de describir; otras hablaban de islas escondidas, reinos subterráneos y piratas que habían enterrado tesoros justo debajo de los pies de los oyentes. Contaba con tal detalle que todos los que lo escuchaban sentían que estaban allí, viviendo esas aventuras. Pero había algo aún más peculiar: cada historia de John parecía estar entrelazada con la vida de quienes lo escuchaban.
Una vez, por ejemplo, contó la historia de un pescador que había perdido su barco en una tormenta y había sobrevivido gracias a la ayuda de un misterioso hombre que caminaba por el mar. Días después, un pescador local, Pedro, fue sorprendido por una tormenta y, al regresar, juró haber visto a un hombre caminando sobre el agua que lo había guiado de vuelta. Desde ese día, Pedro nunca volvió a dudar de las historias de John.
Otro día, narró la historia de un joven que, en busca de amor, se había perdido en el bosque hasta encontrar a una mujer que vivía en una cueva. Al poco tiempo, Marta, una joven de la isla que había perdido toda esperanza de casarse, conoció a un forastero que llegó en un barco. Se casaron meses después, y todos en la isla juraron que John había predicho su historia.
Pero John nunca reconocía estos hechos como profecías. Cuando alguien le preguntaba cómo sabía tanto sobre lo que les ocurría, él solo sonreía con ese gesto tranquilo que lo caracterizaba y respondía:
—Las historias son como el viento. Están en todas partes, solo hay que saber escucharlas.
Había algo casi sobrenatural en él, en su calma, en su capacidad para transformar las noches oscuras en un tapiz de relatos que envolvían la isla. Pero nadie, ni siquiera los más curiosos, se atrevían a preguntarle demasiado sobre su pasado. Había rumores, claro. Algunos decían que John era un antiguo marinero que había recorrido el mundo antes de decidirse a vivir en la soledad del faro. Otros susurraban que había sido un pirata que, arrepentido, había decidido proteger a los barcos en lugar de saquearlos.
Sin embargo, había una historia que John nunca contaba, y todos en la isla sabían cuál era: la suya. Nadie sabía cómo había llegado allí, ni por qué siempre caminaba solo por las playas al atardecer, con su mirada perdida en el horizonte. Las únicas pistas eran algunas cicatrices en sus manos y un viejo cuaderno de cuero que siempre llevaba consigo, pero que jamás permitía que nadie viera.
Los niños, que lo seguían a todas partes, a veces intentaban adivinar lo que había dentro del cuaderno. Algunos decían que eran las historias que contaba, escritas con una caligrafía antigua, mientras que otros aseguraban que contenía un mapa de un tesoro escondido en alguna parte de la isla. Pero John nunca lo revelaba. Si alguien le preguntaba por el cuaderno, él solo sonreía y respondía, como siempre:
—Las mejores historias no necesitan ser escritas.
Con el tiempo, la isla empezó a cambiar. Los barcos llegaban con menos frecuencia, y algunos de los jóvenes partieron en busca de trabajo a otras tierras. Sin embargo, John seguía allí, en su faro, con sus historias, caminando siempre con esa serenidad eterna. Los que quedaban sabían que, mientras él estuviera en la isla, el faro seguiría encendido y sus vidas seguirían envueltas en ese halo de magia que solo él sabía crear.
Una noche de tormenta, una de las peores que los isleños recordaban, John subió al faro como siempre. El viento aullaba, y las olas golpeaban con furia contra los acantilados. Pero la luz del faro no se apagó. Al amanecer, los habitantes subieron para agradecerle por haber mantenido la luz encendida, como hacía siempre. Sin embargo, esa mañana, encontraron el faro vacío. John no estaba.
Solo encontraron su cuaderno, abierto en una página en blanco. Ni una sola palabra escrita. Lo buscaron durante días, pero John el que Camina había desaparecido, como si el viento se lo hubiera llevado. Algunos decían que finalmente había decidido embarcarse en su propia historia, la que nunca había contado. Otros creían que se había fundido con el mar, convirtiéndose en un guardián eterno de la isla.
El faro siguió funcionando, de alguna manera, como si el espíritu de John lo mantuviera encendido. Y cada vez que las noches eran más oscuras y las tormentas más violentas, los habitantes de la isla se reunían cerca del faro, recordando las historias que John les había contado, esperando que, en alguna caminata misteriosa, regresara para contarles una última historia: la suya.