En lo alto de una colina cubierta de viñedos, el antiguo castillo de Sant Sadurní permanecía en silencio la mayor parte del tiempo, salvo por el bullicio nocturno de sus habitantes secretos: los duendes. Estos pequeños seres mágicos habían habitado el castillo durante siglos, escondiéndose entre sus muros de piedra y sus torres en ruinas. Aunque eran traviesos, eran inofensivos y preferían pasar sus días en actividades tranquilas y soñadoras.
Por las tardes, después de asegurarse de que ningún humano rondaba, los duendes se reunían en la sala principal, iluminada por la luz del crepúsculo que se colaba por las ventanas rotas. Allí, con cartas hechas a mano de hojas secas y tintas de bayas, jugaban interminables partidas de naipes. Se reían con carcajadas diminutas, regañaban en broma al más tramposo de ellos, y competían para ver quién podía inventar las reglas más absurdas.
Sin embargo, cuando el juego se calmaba, los duendes se sumergían en una actividad más profunda. Soñaban con su descendencia: generaciones de pequeños duendes que, algún día, seguirían habitando el castillo y mantendrían viva su magia. Algunos hablaban de construir nuevos escondites en las torres caídas, otros fantaseaban con enseñarles a volar sobre hojas de parra o hacer travesuras sin ser descubiertos.
Una noche, un duende llamado Fonsi, el más viejo de todos, compartió una visión: “Vendrán tiempos en los que nuestro castillo estará lleno de vida otra vez, y nuestros pequeños correrán entre los muros como antes.” Los demás duendes, emocionados, brindaron con copas hechas de bellotas, llenas de néctar de flores.
El castillo de Sant Sadurní, aunque parecía vacío a los ojos humanos, era un hogar lleno de risas, sueños y esperanza, todo gracias a los pequeños habitantes que lo mantenían vivo en su propia magia.