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La Historia del Señor Seabastian y sus Alicates de Pezuña

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En un pequeño pueblo costero, alejado del bullicio de la ciudad, vivía un hombre singular conocido como el Señor Seabastian. Era un tipo reservado, de ojos profundos y manos siempre ocupadas. Lo que lo hacía especial, más allá de su aspecto solitario, era su oficio: Seabastian era el único especialista en pezuñas de toda la región. Y su herramienta más preciada, su más fiel compañera, eran unos alicates antiguos que todos conocían como los “alicates de pezuña”.

Los alicates de pezuña no eran comunes. Forjados hacía generaciones por su bisabuelo, un herrero que había llegado desde tierras lejanas, estos alicates habían sido pasados de mano en mano, siempre en la familia de Seabastian, como una especie de amuleto y herramienta mágica. Tenían una forma peculiar, casi artística: las hojas curvadas, con grabados extraños que relucían al sol, como si escondieran un secreto antiguo.

Los rumores sobre esos alicates eran abundantes. Se decía que podían hacer mucho más que cortar o arreglar pezuñas. Según la leyenda, quien los usara con el corazón limpio podría sanar animales y, quizás, también a las personas. Algunos aseguraban que su bisabuelo había sido un curandero, y que los alicates habían jugado un papel en milagros que nadie podía explicar.

A lo largo de los años, Seabastian había cuidado a los animales del pueblo. Desde caballos hasta cabras, ovejas y cerdos, todos pasaban por sus manos. Pero lo más asombroso no era su habilidad para arreglar las pezuñas, sino su capacidad para calmar a los animales más inquietos. Cuando usaba los alicates, los animales se quedaban quietos, como si entendieran que estaban en buenas manos.

Sin embargo, había una parte del alma de Seabastian que se sentía incompleta. Su vida estaba llena de trabajo, pero vacía de compañía. Vivía solo en una cabaña modesta, rodeado de herramientas y recuerdos, pero ninguna familia o amigos cercanos. Los aldeanos lo respetaban, pero siempre había una barrera invisible entre él y los demás.

Un día, una yegua salvaje llegó al pueblo. Nadie sabía de dónde venía, pero estaba en mal estado: cojeaba y su mirada estaba llena de miedo. Era una criatura hermosa, pero herida en más de un sentido. Los aldeanos llamaron a Seabastian, como siempre lo hacían cuando un animal necesitaba atención.

Cuando Seabastian llegó con sus alicates de pezuña en la mano, la yegua se agitó. Parecía que no iba a dejar que nadie la tocara. Pero entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Los ojos de Seabastian y los de la yegua se encontraron, y en ese momento, ambos parecieron entenderse. Seabastian, con la calma de alguien que ha pasado su vida escuchando el silencio de los animales, se acercó lentamente. Y mientras sostenía los alicates con suavidad, la yegua dejó de temblar.

El pueblo observó en silencio mientras Seabastian trabajaba. Limpiaba y recortaba las pezuñas dañadas, pero también algo más sucedía. Era como si, con cada corte preciso, la yegua comenzara a sanar no solo físicamente, sino emocionalmente. La conexión entre ellos dos era evidente.

Después de ese día, algo cambió en Seabastian. La yegua no se fue, decidió quedarse con él. Y así, el hombre que siempre había estado solo, encontró una compañera en aquella criatura salvaje que, al igual que él, había pasado por el dolor y la soledad. Los alicates de pezuña, que habían sido su herramienta de trabajo por tantos años, no solo habían sanado a los animales del pueblo, sino también a su propio corazón.

Seabastian y la yegua se volvieron inseparables. La gente del pueblo empezó a ver a Seabastian de otra manera, ya no solo como el extraño solitario que arreglaba pezuñas, sino como alguien que, en su silencio, guardaba la capacidad de sanar. Y aunque los alicates de pezuña continuaron haciendo su trabajo, ahora se decía que contenían más magia que nunca, pues habían devuelto la vida no solo a una yegua, sino también a un hombre.

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dorelchetia19

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